Desde que en el año de (des)gracia 476 de nuestra era se consumó la caída del Imperio Romano, su nostalgia no ha dejado nunca de acechar a Europa. ¿Qué otra cosa sino la caricatura de Roma fue, durante tantos siglos, el Sacro Imperio Romano Germánico? ¿Qué otra cosa, sino un Imperio mucho más amplio, extendido desde los Urales hasta el Atlántico, fue el sueño de aquel joven general francés que se llamaba Napoleón Bonaparte? Lo que se intenta hoy fraguar bajo la égida —burocrática y mercantil, sin designio espiritual alguno— de Bruselas, ¿qué es sino la caricatura (siniestra) de la Europa antaño unida bajo la égida política, espiritual y cultural de Roma?
El sueño —decía— de un joven general francés. Francés…: éste es el problema. O alemán… (algo parecido se podría decir del III Reich). O español, en los tiempos de gloria de España. O perteneciente a la nación que sea. La nación —las múltiples y enfrentadas naciones en las que se ha desgajado la patria común que fue Roma—: he ahí el verdadero problema.
Problema sin embargo complejo: nos resulta de todo punto indispensable la nación, la comunidad, la identidad (pasada, presente y venidera) de un pueblo. Sin ella perecemos, sin identidad colectiva no somos nadie. Lo constatamos hoy, cuando unos individuos tristes y grises van deambulando como zombis desperdigados por lo que fuera antaño el suelo rico y —espiritual, culturalmente— feraz de nuestras patrias europeas.
Dos son las razones que nos han llevado, entrecruzándose, al desvanecimiento de la nación. Una es desventurada; la otra, en cambio (ya dije que las cosas eran complicadas), afortunada. La razón desventurada es la que ha llevado al individualismo y al materialismo a imponerse en nuestro imaginario colectivo, a enraizarse en la concepción del mundo que configura lo que antes —cuando aún lo había— se llamaba “nuestro destino”.
Es la idea misma de comunidad lo que ha desaparecido entre nosotros. Ha sido desbancada por lo que en la óptica liberal, marcada por el individualismo y el materialismo, se entiende por sociedad: mero agregado de átomos individuales —y por ello mismo gregarios— sumidos en el sueño de un eterno presente.
La comunidad histórica de un pueblo: el conjunto de lazos que, a través del tiempo y la cultura, unen a todos los hombres —a todos los muertos, a todos los presentes y a todos los venideros—, es ello lo que ha quedado aplastado bajo la masa amorfa de los zombis que creen deambular en el mero presente. Es ello lo que ha quedado aniquilado por los átomos gregarios que sin existir ni hablar (nadie puede hacerlo si no está envuelto ya por todo un haz de significaciones colectivas) decidieron un buen día firmar un famoso Contrato a fin de constituirse en sociedad… “mercantil”, ha acabado, en efecto, siendo la misma.
En tales condiciones no hay ni puede haber, en su sentido recto, nación alguna. Lo máximo que puede haber —lo máximo que hay hoy en Europa— son reminiscencias folklóricas de los antiguos pueblos: determinadas fiestas, ciertos productos gastronómicos, alguna que otra victoria en estadios deportivos…
Una paradoja
Pero si la nación está en quiebra, también hay en ello un aspecto afortunado. Si la idea nacional se encuentra hoy en horas tan bajas, también es porque, exacerbada tal idea hasta la histeria, llevada hasta el despropósito —transformado el patriotismo en patrioterismo, convertido el amor a la nación en nacionalismo—, ello ha llevado a Europa (especialmente en las dos grandes guerras de 1914-18 y de 1939-45, pero los odios y los conflictos vienen de mucho más atrás) a que unos hombres y unos pueblos que lo tienen todo en común se destrozaran cruenta e inútilmente entre sí.
Olvidemos un instante el insensato precio —la pérdida de identidad histórica, de arraigo colectivo— que estamos pagando por el apaciguamiento que hoy conocemos. Pongámoslo entre paréntesis y celebremos la desaparición en nuestro viejo solar de aquel patrioterismo cerril que hacía que sólo pudiéramos ser nosotros mismos a costa intentar que nuestros hermanos no fueran.
Salvo en algún desventurado rincón del continente, ningún europeo tiene hoy como enemigo a otro europeo. Celebrémoslo. Celebremos que por primera vez desde la caída de Roma, la situación vuelve en cierto sentido a parecerse a la existente durante su Imperio. Un Imperio… complejo y paradójico, es cierto. Sometió sin piedad, a sangre y fuego, a sus enemigos externos (algo saben de ello ciertas poblaciones de lo que acabó siendo Hispania y Galia). Pero a partir del momento en que los diversos pueblos del Imperio aceptaban el poder político de Roma, ésta respetaba, como pocos imperios lo han hecho, las costumbres, los dioses y las particularidades de cada pueblo. Y a partir del momento en que cada uno de ellos, “romanizándose”, abrazaba la cultura común; es decir, a partir del momento en que, siendo de algún modo él mismo, era y se sentía a la vez romano, desapareció durante siglos toda lucha intestina entre tales pueblos: entre latinos, celtas, galos, hispanos, helenos…
Unidos en el interior del limes por la fuerza de un mismo espíritu y de un mismo poder, realizaban en cierto modo la idea que otro romano, Julius Evola, defendería siglos después. «Condenando el nacionalismo por su inspiración “naturalista” —señala Dominique Venner—, Evola le oponía “la raza del espíritu! y “la idea: nuestra verdadera patria”. Lo que importa, decía, “no es pertenecer a una misma tierra o hablar una misma lengua: es compartir la misma idea.»
No tenemos hoy, sin embargo, ninguna idea que compartir… Éste es el problema. Tenemos, sí, tenemos aún, un espíritu común: el que, conformado a partir del “milagro griego”, ha llevado a edificar a lo largo de los siglos la más compleja, refinada, alta civilización nunca conocida. Una civilización ennoblecida, cualesquiera que sean las excelencias que las otras puedan tener, por un conjunto jamás visto de arte, belleza, filosofía, ciencia, ordenación jurídica y política, emporio técnico y material.
Pero esta civilización está hoy amenazada. Seamos claros: está amenazada en primer lugar por sí misma. La amenaza primera proviene de sus propias gentes, de esos hombres y mujeres cuyo horizonte existencial se limita al mero bienestar material, mientras que todo lo demás (arte, belleza, pensamiento, destino colectivo…) se hunde en la nada o en el entretenimiento fútil.
Ya no nos matamos, es cierto, entre nosotros. Ya no nos odiamos los unos a los otros. Ya nos hemos liberado del veneno nacionalista…, pero en su lugar —ahí donde se alzaba el gran aglutinador colectivo de los hombres que era la Nación (“la nuestra”… que excluía a “la suya”, a la de "los otros"), no hemos puesto nada. Peor: hemos puesto la Nada. Hemos puesto esa nada que, bajo su fofo aspecto buenista, hasta quizá resulte peor que las viejas identidades exacerbadas y asesinas. La Nada que se llama insustancialidad, la Nada que se llama miedo. Miedo a cualquier enfrentamiento, miedo a cualquier identidad, a cualquier idea, a cualquier aliento que nos saque de nuestro chapotear en el charco de lo mediocre y lo banal.
¿Qué podría sacarnos de tanta gris mediocridad,? ¿Qué podría hacernos salir de tal charco sin hacernos regresar a nuestras luchas fraticidas?
Roma y los bárbaros
Volvamos a Roma. A la Roma fuerte, grande, desbordante de vitalidad. A la Roma llevada por la muy poderosa idea de lo que representaban la romanitas y la civitas. A la Roma unida: en permanente paz entre sus propios pueblos… y en permanente tensión con sus enemigos de fuera, del otro lado del limes. Como si el enfrentamiento con los bárbaros hubiese constituido el gran revulsivo que necesitaban los pueblos del Imperio para mantenerse unidos —irradiantes de poder y de grandeza, llenos de cultura y de espíritu.
¿No conocemos hoy mismo, hoy y aquí, hoy en Europa, nada parecido a semejante revulsivo externo, nada que se asemeje a un tal poder aglutinador?
No, conocer no conocemos aún nada parecido…, pero lo podríamos —quizá incluso pronto— conocer. En realidad, lo tenemos ahí mismo. No sólo al otro lado del limes, sino entre nosotros, en nuestro suelo y entre nuestra gente. El más masivo desplazamiento de poblaciones efectuado en toda la historia, ese riesgo gigantesco que, bajo el nombre de inmigración de asentamiento, se abate sobre nuestra identidad étnica, cultural y espiritual, ¿no podría ello representar, tal vez, el gran revulsivo que le permitiera a Europa, llegada al borde del abismo, cobrar verdadera conciencia de su identidad?
Se confirmaría entonces el proverbio: no hay mal que por bien no venga…Pero para que tal cosa pudiera suceder, diversas otras serían necesarias. Sería imprescindible que el discurso identitario —ampliamente impregnado en las capas populares y escasamente arraigado en nuestras desventuradas y mal llamadas élites— calara también en estas últimas. Sería igualmente necesario que los grupos y partidos identitarios comprendieran que sólo un pueblo movido por un gran proyecto colectivo puede ser capaz de hacer frente al reto que implica semejante inmigración de asentamiento. Sería necesario, dicho de otro modo, que el discurso de dichos grupos y partidos dejara de limitarse a la lucha contra la inmigración: dejara de ser un discurso exclusivamente negativo, reactivo, para pasar a ser un discurso positivo, afirmativo: la afirmación de la idea y la raza del espíritu que, según Evola, constituye la verdadera patria de los hombres; la afirmación del proyecto —aquel “sugestivo proyecto de vida en común”— que, según Ortega, constituye la base misma de cualquier nación.
Una idea, un proyecto de cultura, un gran impulso del espíritu: algo que nos empuje más allá de la fangosa grisura de nuestra noche. Esa noche que, como todas las noches, llama sin embargo a la llegada del día y del despertar.
Extraído de El Manifiesto
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