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martes, 8 de febrero de 2011

Carta de Pedro Varela desde prisión

El arma que ha ido sosteniendo el predominio de la política sobre el derecho natural ha sido el delito político.

Esta modalidad de delito no consiste en la transgresión de aquella ley moral de quien está por encima de la voluntad de los hombres, sino en la de una orden dada por quienes ejercen el poder y que lo mismo puede ser inspirada por un alto sentido de la justicia como en una de las múltiples deficiencias que en un momento dado pervierten la inteligencia humana; lo mismo da para el caso que se deba a una alucinación como a un egoísmo o un error de quien no tiene la capacidad suficiente o malintencionadamente manipula la ley a su interpretación para aplicarla según sus estrechas miras políticas o/y ideológicas o, lo que es peor, según las indicaciones de determinados grupos humanos y sus intereses particulares.

Es un acto, consecuentemente, que tanto puede coincidir con otro por su naturaleza delictiva, como encontrarse bien lejos, por no tener más deseo de maldad que el más artificial de los delitos artificiales. De esta alternativa resulta que la primera y mayor responsabilidad que se deriva no es necesariamente de aquel que la comete, sino, muy al contrario de aquel que la legaliza o, en realidad, la impone.

Al delito político le acompaña siempre un reconocimiento de su falta de sustancialidad por parte del mismo que lo define, y la confesión que el fundamento de la nueva ley y la orden de aplicarla contra alguien, no está tanto en perseguirlo, sino en el extremo contrario, o sea en esforzarse por impedirlo. La contradicción se produce, además, cuando para neutralizar a quien se supone comete el delito político, se le acusa indistintamente de lo uno y de lo contrario, obligándole a aceptar que él es, precisamente, el ejecutor de aquello que discute o cuya existencia pone en entredicho. Una posición falsa, porque cuando se lleva a la práctica, se convierte, en la mayoría de los casos en un fermento de revuelta futura.

El proceso civilizatorio ha convergido a establecer normalmente un número creciente de garantías, para evitar la posibilidad de equivocaciones en el juicio; la utilización de un juicio como instrumento de represión ideológico-política al servicio de una minoría interesada es siempre un asunto peligroso.

Lamentablemente, los hechos demuestran que, pese a las muchas garantías, sigue produciéndose una sustitución de la justicia con aquella máxima negación de la misma que consiste en saltar por encima, con una impunidad legalizada y asegurada desde el poder.

Para un pueblo no hay peor disolvente social que el que esta impunidad en la persecución ideológico-política se convierta en ley. Su malicia esencial solo puede ser superada por el método de imponer la arbitrariedad desde la precisa definición del delito, porque entonces todas las garantías legales, las precauciones procesales y la rigurosidad al aplicadas sirven de instrumentos de imposición de la justicia que habrían de evitar. Y la fórmula de este refinamiento es precisamente el delito político, que permite utilizar la ley para cubrir cualquiera de las decisiones que no interesan al poder.

Es sabido, incluso, que utilizando la potestad de definirlo, se han llegado a dar efectos retroactivos a la definición, para castigar, por motivos políticos, y amparándose en ella, actos autorizados anteriormente.

Para evitar estos excesos hay que poner al legislador sujeto a la ley ya que abusando de la facultad de definir el acto delictivo, el legislador se convierte en delincuente, dada la mayor gravedad que comporta utilizar el poder para supeditar la ley moral a su interés egoísta, convirtiendo al ciudadano inocente en delincuente.

Cuando un acto, de por si delictivo en sí mismo, es dirigido por la autoridad que se supone ha de imposibilitar la preponderancia del abuso sobre la justicia, el delito es aún más grave.

Por eso los actos que permiten a un Estado perseguir a un ciudadano por un supuesto delito de opinión, tienen una gran dosis de inmoralidad , por cuanto un hombre , por un hecho accidental ocupa una posición de poder , tiene potestad para imputar delitos y sus funcionarios aplicarlos arbitrariamente, al servicio de una voluntad interesada.

Extraído del blog Pedro Varela Libertad

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