Hace unos meses, en abril exactamente, Sudáfrica despertaba con la noticia del asesinato de Eugene Terre’Blanche, líder del ultraderechista Movimiento de Resistencia Afrikáner, acaecida justo días después de que l’enfant terrible de la política sudafricana, Julius Malema, adalid de las Juventudes del Congreso Nacional Africano, cantara “matad al granjero (Kill the böer!)” en un acto público organizado en la Universidad de Witwatersrand.
A Blanche y a Malema quizá les separe la estética: Blanche con su rifle cabalgando en Pretoria sobre hordas de negros junto a su armada de Boys Scouts vestiditos de caqui; Malema en el asiento de cuero de un Mercedes clase E, con su traje a la medida de su barriga, no tan distante de la de Eugene, el oro luciente sobre su piel de cacao. Blanche sentado en una mecedora de esparto en su granja del Estado Libre, la planicie Fordiana del Gran Karoo sudafricano en sus ojos, el brandy con coca-cola finiquitado sobre una mesa de piedra deslucida, la barba mesiánica mecida por el viento; Malema sentado en el sillón de cuero del jardín de su mansión en la burbuja de Sandton City, un negro hermano adecentando su edén soñado, un gran muro electrificado guardándolo de chusma, cabeza y rostro afeitados y sudados, habano y Laphroaig en boca y mano.
A Blanche y a Malema quizá les una la esencia: Eugene Terre-Blanche soñaba con un estado independiente afrikáner donde comer carne a la brasa y beber brandy con coca-cola hasta caerse al suelo, abofetear a negros desobedientes y rezar al dios de Calvino en Afrikaans, la última lengua conocida, nacida en los establos y las cocinas de la Ciudad del Cabo primigenia. Soñaba una tierra de y para hombres rosados y bigotudos con pantalones cortos y ceñidos y camisas caquis de manga corta con bolsillo para el tabaco. Julius Malema sueña con un estado independiente africano donde comer alitas de pollo y beber cerveza hasta disipar la pupila de sus ojos, patear el trasero de negros cochambrosos y rezar al poderoso caballero de Quevedo en zulú o xhosa, lenguas ancestrales llegadas a las costas orientales de Sudáfrica para horror de sus primigenios moradores.
El asesinato
El 3 de abril de 2010, el país leía u oía conmocionado que Eugene Terre’Blanche había muerto degollado en su cama espartana por dos jovenzuelos, uno de ellos aún menor de edad, y las pesadillas de antaño se aparecieron todas en sus retinas. El motivo fue, es y será un misterio. Poco después leí consternado que un corresponsal de El Mundo, al que probablemente habré conocido personalmente en algún momento dado, afincado él temporalmente en Ciudad del Cabo, a dos horas y media en avión del suceso, escribía un cúmulo de tonterías acerca del suceso. Entre ellas, una frase que me heló por la insensatez y deliberada intención de provocar zozobra a los potenciales e ignorantes visitantes durante el mundialito de marras. Era algo como: “Un numeroso grupo de negros exaltados degüellan al líder afrikáner Eugene Terre’Blanche, etc.”. Obviamente, la referencia al Mundial, fricción social, dicotomía blanco/negro, y un sinfín de todo tipo de soplapolleces, si no las recuerdo mal, serían inevitables por parte de este especulador de la realidad, recién salido probablemente de la innecesaria y vacua Facultad de Periodismo, y que nada sabe, nada entiende de la realidad sudafricana, apenas aterrizado como, si no me equivoco en el rostro que mi memoria se empeña en otorgar al autor de semejante patraña, estaba.
La realidad fue, al parecer, menos glamurosa y sonora para el aprendiz de periodista, deseoso de colgar en su féisbuc sus aventurillas varias y variopintas con las que impresionar a las mujeres impresionables. La realidad se presentó oscura y controvertida. Rencillas económicas tras: a) no pagar el salario del día o de semanas a los trabajadores de su finca (publicados como han sido los problemas económicos de Eugene tras su fenecer); b) no pagar el “servicio” otorgado por los dos esbeltos y jóvenes locales al macilento anciano. Las apuestas se abrieron al respecto. Sin embargo, muchos deseosos del caos aprovecharon la coyuntura del olvidado para espetar consignas varias, de las cuales quienes tienen acceso a los estupefacientes medios locales en Sudáfrica, famélicos de sangre, se descojonaron sonoramente, por fortuna.
La muerte de Eugene viene a completar el ciclo vital de un ser que a nadie dejó indiferente. Amado y odiado como pocos, dijo e hizo lo que quiso oportuno, independientemente de juicios de valor, moralidades y status quo. Su exaltada oratoria inflamó el discurso político y social de finales de los 80, principios de los 90, en un tiempo en el que algunos blancos, al ver el advenimiento del negro como nuevo bastón de mando en Sudáfrica, pensaban que la sombra del ocaso de Rhodesia era alargada.
Sin embargo, nada pasó, y su figura se olvidó, como todo lo que es, en el fondo, irrelevante. Tan sólo volvió de las penumbras del olvido cuando, tras apalear a uno de los trabajadores de una gasolinera y a un guardia de seguridad, fue sentenciado a seis años de trabajos forzados en los que, según comentó en una entrevista ofrecida al diario local Mail & Gurdian, encontró a Dios. Durante esos años nada se supo de su existencia y su imagen cabalgando, barrigudo y barbudo, junto a su armada de Boys Scouts, se perdió en la memoria colectiva, sólo retornando al relanzarse su partido de liberación afrikáner, poco antes de su asesinato.
La existencia de Eugene y de su tropilla bigotuda bebedora de brandy con coca-cola completaba la del mozuelo Malema, exaltado por algo que apenas conoció, heredero de la sombría y siempre oportuna Winnie Mandela, hambrienta de cámaras y de opinión pública. La pérdida esperpéntica de Eugene, más el vacío político que algunos intentaron llenar con su muerte, ha servido para que Julius, de tan sólo 29 años, se haya difuminado, al menos de manera momentánea, que ya volverá su espuma, tras la berlanguinana visita de Mr Fifa. Tras su marcha, todo se verá.
Extraído de El Manifiesto
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sábado, 26 de junio de 2010
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