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jueves, 1 de octubre de 2009

ACTO-HOMENAJE A RAMIRO LEDESMA RAMOS

Era ya veintinueve y tocaba la hora de la muerte. Les flanqueaban milicianos armados, camino del camión que les trasladaría. De repente, se lanza hacia uno de los milicianos, intentando arrebatarle el fusil.

- ¡A mí me matáis donde yo quiera, no donde vosotros queráis!

Y cayó. El disparo de otro miliciano terminó con su vida en el último arrebato de rabia, bajo un rayo de tremenda voluntad, y su cuerpo se estrelló contra el suelo. No hubo que rematarlo, de su cráneo manaba sangre y ya nada podía hacer. Todo había terminado. Lo recogieron y lo llevaron, con los otros treinta y uno, al cementerio de Aravaca, donde fueron fusilados contra el muro. Allí yace Ramiro, enterrado bajo la tierra de su Patria, como recuerdo perpetuo del fratricidio de 1936 y homenaje a todos los que murieron injustamente.

Al día siguiente, cuando su hermana Trinidad fue a llevarle cosas, le dijeron que estaba en Chinchilla, como a su hermano, cuando fue con un abogado para intentar defenderle en un proceso sin juicio ni acusación alguna.

Tal vez la mejor definición de la muerte de Ramiro la diera Ortega y Gasset, antiguo maestro, cuando se enteró de ella en París: “no han matado a un hombre, han matado a un entendimiento”.

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